Fotos de Damián Sánchez para Chiapas, Crímenes Sin Resolver.
CHIAPAS. — Existen objetos que las personas migrantes cargan en sus mochilas. Sin peso físico, pero de un valor incalculable, les sirven de amuleto, consuelo y motor en los momentos más difíciles. Les ayudan a avanzar.
Entre diciembre de 2024 y febrero de 2025, en el contexto de la asunción de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, fotografié esta resiliencia materializada. Fortaleza, tranquilidad, esperanza, resistencia y paz, me dijeron por separado quienes me confiaron sus historias.
Aunque no hay una cifra exacta de cuántas personas entraron a Tapachula en ese periodo, esta ciudad sigue siendo un punto constante de flujo de migrantes de diversas nacionalidades. Estas son las historias de lo que llevan consigo.

Nazaret, Venezuela: Lleva una cadena de plata con un dije de pino, una herencia de dos generaciones: su abuela longeva de 114 años y su madre. En medio del miedo y las lágrimas que siente al escuchar las duras políticas migratorias desde México, dice que mirar el dije le da la fortaleza para avanzar “hasta donde pueda”.

Karla, Perú: Viaja con un regalo de su tía: la imagen de la Virgen María, que la bendijo antes de partir. En Guatemala, en un autobús abarrotado con 26 personas, su hijo dejó de respirar por la falta de aire. El pánico se apoderó de todos, pero frente a la imagen rezaron y el niño volvió a respirar. “Fue un milagro. La Virgen María es testimonio de fe y esperanza, y ella me acompañará hasta el final”, asegura.

“Juan”, Venezuela: (No es su nombre real). Cuando cayó en una zona pantanosa de la selva del Darién, frotó con sus manos un pequeño imán que plasma la bandera de su país y sintió “fuerza” para levantarse y continuar. Cuando lo encontré en el ejido Álvaro Obregón en Tapachula, listo para unirse a una caravana, me aseguró que el imán era “la suerte para llegar”.

Raúl, Guatemala: fue acogido por una iglesia evangélica, que le regaló un libro. “La inteligencia interpersonal, es la capacidad para comprender”, leía cada vez que sentía que no podía caminar más.

Migrante mexicano, Puebla: Un joven de 18 años, deportado desde Estados Unidos en uno de los primeros vuelos tras el cambio de gobierno, el pasado 20 de febrero, cargaba una imagen de la Santa Muerte, su amuleto, que dice lo llevó a Estados Unidos y también lo regresó a su país tras ser detenido. “Todo pasa por algo”, afirma.

Alexander, un niño que viaja con su madre desde Colombia, no entiende la dimensión de migrar. LLeva un carrito que dice, le trae felicidad.

Familia haitiana: Llevan una cruz de madera que les regaló un amigo antes de dejar su país. Cuentan que este objeto, junto a una oración, ha sido un impulso que los ha acompañado desde la selva del Darién hasta las peligrosas balsas del río Suchiate, al entrar a México.

Daileny, Cuba: Madre de dos gemelas, dejó su tierra para buscar una mejor vida en Estados Unidos. En su brazo izquierdo lleva un tatuaje: un tigre que abraza a dos crías, que las representa. “Me da nostalgia, me hace recordar a mis hijas, pero también al verlo me da fuerza para avanzar. El color rojo es la esperanza, la fuerza y el amor”, dice. Aunque por ahora se quedó en Tapachula, donde abrió un negocio de baile cubano, asegura que “los sueños migran con uno”.

Díaz, Venezuela: Desde hace nueve años no se ha quitado el anillo que su abuela Rosa, días antes de morir, le dio mientras le decía: “Cuida tu camino”. En la selva del Darién, mirar el anillo le daba consuelo. Ya en carretera, en Villa Comaltitlán, usaba su mochila como cama y entre lágrimas lo miraba para encontrar el ánimo de continuar.

Marcos, Cuba: Lleva consigo un collar de cuentas blancas y rojas de la religión yoruba. Es la representación de Shangó, dueño del tambor. “Lo traigo para que me guíe y me proteja en esta caravana hasta llegar a mi destino. Salí de Cuba hace dos años, pasé por Uruguay y Brasil. Llevo siete meses en este camino, y en todo momento me ha protegido”.